EE.UU. hunde embarcaciones en alta mar; México lidera operativo de rescate sin precedentes

Los tres botes no emitieron ninguna señal de socorro. No hubo gritos, ni fuego de artillería, ni siquiera el destello de un radar al encenderse. Solo el silbido del aire cortado por misiles, y luego el agua tragándose el humo. Fue como si el Pacífico se hubiera cansado de guardar secretos y, de pronto, los soltara en pedazos.

EE.UU. hunde embarcaciones en alta mar; México lidera operativo de rescate sin precedentes

La Marina mexicana no anunció el rescate. Lo hizo sin ruido, como quien recoge un cadáver en la calle y lo lleva a la morgue sin llamar a la policía. El ARM Altamira, un buque de apoyo que normalmente transporta víveres y equipo a faros olvidados en el Golfo de Tehuantepec, desapareció de sus rutas habituales durante 17 horas. Nadie en la Secretaría de Defensa lo cuestionó. Ni siquiera el general que lo comandaba.

El único sobreviviente, un hombre con los brazos cubiertos de tatuajes que nadie quiere identificar —serpientes entrelazadas con calaveras, una cruz con alas, el nombre de una mujer en letras desgastadas—, no habló en español. Cuando lo interrogaron en el buque, respondió en quechua. Una palabra, repetida tres veces: “Wamani”. No es un nombre. No es un lugar. Es una advertencia. Alguien que se mueve entre las montañas y el mar, y que no necesita bandera para mandar.

Estados Unidos insiste en que eran “narcoterroristas”. Que llevaban armas pesadas, que usaban drones para guiar los ataques, que operaban bajo el paraguas de organizaciones designadas como terroristas. Pero en los archivos del Centro de Inteligencia de Narcóticos de la OEA, esos mismos botes —con sus motores de 800 caballos, sus tanques de combustible ocultos bajo el piso de madera, sus antenas modificadas— ya aparecieron hace once meses, cerca de Puerto Escondido. Entonces, los llamaron “contrabandistas de alta mar”. Ahora, son “Al-Qaeda del Pacífico”.

Lo extraño no es que hayan atacado. Lo extraño es que México los haya recogido.

En Sinaloa, los pescadores dicen que hace tres días vieron una lancha sin número, sin bandera, con un olor a sal y a químico. La cargaban con bloques de cocaína envueltos en plástico negro, como siempre. Pero no llegó a puerto. Se desvaneció en la niebla. Nadie sabe si era una de las cuatro. Nadie quiere saberlo.

En Tijuana, un exagente de la Policía Federal, ahora dueño de un taller de motores, reconoció el diseño de los propulsores: “Eso no es de los cárteles. Eso es de los que trabajan para los que tienen dinero en Washington”. No lo dijo en voz alta. Lo escribió en un papel, lo dobló, y lo metió en un sobre que le entregó a un reportero que nunca volvió a ver.

El USS Gerald Ford sigue su rumbo. Sus cazas F-35C patrullan el cielo como si el mar fuera un patio trasero. Su misión: “estabilidad”. Pero en las costas de Jalisco, los niños ya no juegan cerca del agua. Las madres cierran las ventanas al atardecer. Y en el puerto de Manzanillo, un oficial de la Guardia Costera confesó, en un bar lleno de humo y ron, que una de las embarcaciones tenía una placa de identificación que coincidía con un barco reportado como perdido en julio… de Guayaquil, sí, pero con permiso de carga emitido por un puerto en Chiapas.

Nadie habla de eso en los noticieros. Nadie pregunta por qué el único sobreviviente fue llevado a un hospital militar en Veracruz, donde no hay periodistas, ni familiares, ni abogados. Nadie pregunta por qué el presidente no ha hablado en tres días. Nadie pregunta por qué, en el último informe de inteligencia del Pentágono, se borró el nombre de un general mexicano que, hace dos años, fue visto en una reunión secreta con un oficial de la CIA en un hotel de Cancún.

Lo que sí se sabe es esto: cuando el hombre que sobrevivió despertó en el hospital, preguntó por un teléfono. No pidió un abogado. No pidió agua. Pidió un teléfono. Y cuando le dijeron que no había, lloró. No de miedo. De cansancio.

Y en la costa, entre el salitre y el silencio, alguien dejó una carta en el muelle. Sin firma. Solo una frase escrita con tiza sobre el cemento:

“El que manda desde el norte no necesita matar. Solo necesita que dejemos de mirar.”